miércoles, 1 de octubre de 2008

Cuento número 3


Julia no pretende poner perdices en su mesa.
No quiere ser despertada de su letargo con el tacto de unos labios enfundados en mallas y botas principescas.
Arrojó al fuego su caperuza roja y tiró a la basura todos los espejos. Ha renunciado a encontrar en su reflejo el perfil griego.
Tampoco se arrepiente de ser una mentirosa compulsiva siempre que su nariz no aumente de tamaño.
Y a diferencia de otras, ella no pierde el zapato en cualquier escalinata de su barrio. Algunas bragas si acaso en casas ajenas, eso sí. Pero no espera recuperarlas y menos aún que la amantis religiosa de turno pretenda comprobar si son de su talla. Ni siquiera piensa reclamar su autoría.
Aprendió, por azar y desde que llevaba trenzas, que el tiempo corre. Y a la fuerza, lo que implica abandonar la cuna y dejar de gatear. Que el que sopla y sopla hasta que sólo quedan los cimientos no siempre es peludo pero sí da miedo. Y que asusta aún más cuando le reconoces en el que te cantaba nanas como quien canta el gordo de la lotería.
Julia dejó de creer en los cuentos chinos cuando, al encender una cerilla, dejaron de iluminarse sus sueños para quedarse a oscuras.

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