Julián abrió el periódico por la página de los pasatiempos y se dispuso a completar el autodefinido como cada fin de semana.
Horizontal, nueve letras: Antónimo de triunfador.
Ni siquiera tenía que pensarlo, le bastaba con echar un vistazo a su imagen en el espejo para hallar la respuesta. Acto seguido sacó un bolígrafo de su bolsillo y con aparente desgana escribió en mayúsculas: FRACASADO.
A sus cincuenta años no sabía muy bien cómo había acabado sentado en la mesa de aquella cafetería cada día. Echó la vista atrás y se le apareció un chico sonriente e ilusionado con un proyecto de vida apasionante, con un futuro repleto de éxitos y palmaditas en la espalda. Sin embargo ahora, lo único que quedaba de aquella promesa era una réplica absurda y decadente con las manos agrietadas y demasiadas deudas pendientes. Sin apenas darse cuenta, sus sueños de juventud habían pasado a ser exclusivamente eso, sueños que la frustración había transformado en pesadillas que ya no saldrían de entre las sábanas.
Repasaba con tinta las letras de aquella patética palabra y cada trazo actuaba como una descarga eléctrica. La repulsión que sentía hacía sí mismo crecía a cada segundo, insoportable, y tuvo que aferrarse a la silla para no vomitar. A punto estaba de romper a llorar cuando se detuvo un momento en la definición del autodefinido: Antónimo de triunfador, antónimo de triunfador, antónimo de, antónimo… y entonces lo vio. Poco a poco se fue calmando. Fueron desapareciendo los sudores fríos y la palidez de su rostro. Ante sus ojos se le aparecía la verdadera causa de su desgracia. Y es que el éxito de su vida no dependía de él. Estaba abocado al fracaso desde el principio.
Pensó en la dualidad, en el hecho de que cualquier realidad debe su existencia a otra que le es contraria, que refuerza e invalida su esencia al mismo tiempo. La visibilidad de la luz frente a la oscuridad, el concepto de la vida gracias a la existencia de la muerte... Y Julián era un pobre miserable porque en algún lugar existía otro Julián que no lo era. Un doble opuesto que vivía feliz, que tenía éxito profesional y una casa más grande, un coche más grande, una polla más grande. Aquel tipo se follaba a su mujer cada noche hasta tres y cuatro veces en distintos lugares y posturas. Aquel ladrón había viajado por medio mundo cuando él debía conformarse con alguna salida de fin de semana al campo. Y mientras él sentía la constante opresión de una ceñida camisa de fuerza, su antagónico disfrutaba de una libertad que debía ser compartida. ¡Se la habían jugado bien! Le habían condenado a conformarse con las migajas que Julián despreciaba. Ese hijo de puta sin escrúpulos le había dejado sin posibilidad alguna de ser feliz y dormía a pierna suelta cada noche sin pagar los intereses.
Entonces, en esa misma silla donde minutos antes se había sentido culpable por haberse conformado, decidió poner fin a toda esa basura. Lo único que tenía que hacer era concentrar sus esfuerzos en una tarea que sin duda tenía mucho más sentido: buscar a ese cabrón y recuperar a la fuerza todo lo que por derecho le pertenecía. Le propinaría tal paliza que se le quitarían las ganas de robarle de nuevo. Se levantaría de inmediato, ya mismo, no tardaría ni un minuto más... ¡a por él! Aunque, por otro lado, tampoco era cuestión de marcharse con el autodefinido sin acabar... Julián hizo una seña al camarareo y pidió, como de costumbre, su segundo café del día.
jueves, 12 de febrero de 2009
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