Hacía ya tiempo que no tenía un sueño tan bonito. Me encontraba sentada en una silla. Reconocía la estancia. Estaba en casa de mi abuela. No como es ahora, sino tal como la recuerdo si pienso en mí de pequeña. Ella, sentada al calor del brasero, me llamaba para que me acercara a su lado. Quería hablarme de algo. Me levanté, me subí los leotardos y me arreglé la falda de cuadros rojos. Me senté a su lado.
Hija, quiero irme al extranjero y necesito que me enseñes a leer y a escribir.
Mi abuela no sabe leer, y cuando va al mercado no entiende a qué precio están las cebollas. Tiene que preguntarlo y teme que la engañen. De pequeña, me daba miedo que mi abuela se subiera a un autobús equivocado al ir a visitarme y acabara perdida en medio del campo por no saber la dirección. Sola, rodeada de una desolación amarilla repleta de espigas que se deshacen al rozarlas. El cielo nublado. Y se me aparece mi pobre abuela caminando por la tierra seca, cuarteada. Le duelen las piernas porque padece de vasculitis y las tiene llenas de varices hinchadas y de un color verdeazulado.
Por eso un día quise que aprendiera a leer. Nos sentábamos en el jardín de mi casa con papel, lápiz y mis libros de Micho y le enseñaba a mi abuela el abecedario. Pero ella se cansaba enseguida y se distraía con cada nueva letra. No fui capaz de enseñarle lo más básico.
Mi abuela sigue sin saber a qué precio están las cebollas y ahora lleva un bastón cuando viene a visitarme. Pienso que quizá hubiera sido más útil empezar las lecciones por los números. Así, por lo menos, habría entendido a cuánto está el kilo de tomates.
lunes, 29 de septiembre de 2008
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