lunes, 29 de septiembre de 2008

Sábado en Dos de mayo

Un perro hurga entre los restos de basura abandonados en el barro. Estoy sentada en la plaza. Los novios se besan con desesperación, deseando desaparecer y aterrizar en la cama. Se acarician la cara, el cuello, los brazos. Una maceta con flores amarillas a un lado y una cerveza al otro. Nunca me han regalado flores. El perro marca su territorio, tal como tú y yo hacíamos dos noches antes por los pasillos del metro. Con elegancia, con la mirada fuerte, con mi cabello revuelto. Me ves caminando con tacones imaginarios por un barrio cubierto de plata. Te veo en un lago, representando el papel de tu vida, con el rostro pintado de blanco y los ojos disfrazados de experiencia. Siendo hermosa sin saberlo, cayéndoseme la bondad por los poros. Desaparecen el alcohol y las margaritas y se acercan otros más comedidos, dulces, no tan salvajes. La mariposa desaparece tras la esquina y las moscas revolotean a mi alrededor. Les atrae el olor que desprende mi cuerpo. Y acabo rodeada de nadie. Demasiadas gafas de sol en esta ciudad y el pobre animal queriendo hacer amigos. Sintiéndome observada y queriendo enterrar mi cabeza bajo el cemento. Muestro los hombros... puede que así se alargue el verano. Me refugio de la sombra y del viento que balancea los columpios. Me meto los dedos en la boca, los introduzco hasta el fondo de la garganta, provocando el vómito de la angustia que siento de repente. Llorando amargamente la melancolía. La laringe cercenada, partido en dos el grito regurgitado.

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