Tuve que morderme la lengua. Tuve que pedirte a gritos que me taparas la boca para no contarte, para no decirte.
Disimulé mordiendo tu cuello, cerrando los ojos, silenciando el acento de tus palabras en mi cabeza...
Y entre la maraña que eran tus sábanas y mi euforia alcancé a susurrarte un te echaré de menos para no contarte, para no decirte te quiero.
martes, 23 de diciembre de 2008
sábado, 22 de noviembre de 2008
Para D.
Desde siempre me han gustado los cementerios. Y es que los muertos no tienen esa imperiosa necesidad de pronunciarse aunque no tengan nada que decir. Pero en ocasiones les entran ganas de hablar y entonces se convierten en fantasmas o fantoches, igual da. Seguramente, si hoy se ultrajaran las tumbas, encontraríamos que la mayoría de los cementerios han sufrido un éxodo masivo de cadáveres hacia las ciudades que, cada vez más, son habitadas por oradores traslúcidos. Y si te fijas, si levantas los bajos de sus pantalones, descubrirás que llevan una pequeña argolla sujeta al tobillo de la que pende una pesada cadena. Y cuanto más larga es, cuantos más eslabones tenga ésta, más serán las fantasmadas que van dejando a su paso.
Bueno sería que alguien se dedicara a repoblar las áreas del descanso eterno.
Con la mayor de mis indiferencias,
M.
Bueno sería que alguien se dedicara a repoblar las áreas del descanso eterno.
Con la mayor de mis indiferencias,
M.
lunes, 6 de octubre de 2008
La respuesta
Él preguntaba, o simplemente afirmaba, no lo sé, por qué siempre se marchaba tan pronto. Por qué al despertar nunca la encontraba a su lado. En un principio, ella no pensaba responderle pero al mirarle quiso, por primera vez, ser sincera:
Podría decirte que la razón es que no me gusta alargar las despedidas de domingo después de una madrugada contigo. Y aunque también es cierto, el verdadero motivo es que no quiero despertarme junto a un cuerpo escurridizo que no quiere quedarse a mi lado más allá de unas horas o días. A diferencia tuya, no puedo controlar las partes de mi cuerpo. Y el músculo que dices que no tengo está cansado de jugar y de que mi cerebro lo arrastre de un lado a otro de la ciudad a visitar casas ajenas. Y lo escucho sangrar, agrietarse por mi culpa... Por mi transigencia cuando apareces y mi insistencia a desear que seas tú el que se quede. Y, aunque soy yo la que se marcha de tu espacio, eres tú el que se queda conmigo. El que duerme ausente a mi lado esa noche de domingo y el que me acompaña el lunes en el desayuno. Y durante la semana me alimento de tus manos en mi cintura, de mi pelvis apoyada en la pared, de tu aliento caliente en mi garganta. Entonces, ya sola, ya sin ti, me zambullo en mi entelequia sabiendo que finges porque me marcho, odiándote por haber vuelto cuando ya te había olvidado. Por aprovechar el momento para dejar tu huella precisamente ahora y porque en poco tiempo, o quizás menos, gritarás otros nombres sin tan siquiera recordar la curva de mi espalda. Y en la distancia no preguntaré, ni a mi corazón ni a tus manos, dónde, ni cómo, ni por qué has olvidado lo que alguna vez quise creer que tuvimos pero que nunca hubo.
Podría decirte que la razón es que no me gusta alargar las despedidas de domingo después de una madrugada contigo. Y aunque también es cierto, el verdadero motivo es que no quiero despertarme junto a un cuerpo escurridizo que no quiere quedarse a mi lado más allá de unas horas o días. A diferencia tuya, no puedo controlar las partes de mi cuerpo. Y el músculo que dices que no tengo está cansado de jugar y de que mi cerebro lo arrastre de un lado a otro de la ciudad a visitar casas ajenas. Y lo escucho sangrar, agrietarse por mi culpa... Por mi transigencia cuando apareces y mi insistencia a desear que seas tú el que se quede. Y, aunque soy yo la que se marcha de tu espacio, eres tú el que se queda conmigo. El que duerme ausente a mi lado esa noche de domingo y el que me acompaña el lunes en el desayuno. Y durante la semana me alimento de tus manos en mi cintura, de mi pelvis apoyada en la pared, de tu aliento caliente en mi garganta. Entonces, ya sola, ya sin ti, me zambullo en mi entelequia sabiendo que finges porque me marcho, odiándote por haber vuelto cuando ya te había olvidado. Por aprovechar el momento para dejar tu huella precisamente ahora y porque en poco tiempo, o quizás menos, gritarás otros nombres sin tan siquiera recordar la curva de mi espalda. Y en la distancia no preguntaré, ni a mi corazón ni a tus manos, dónde, ni cómo, ni por qué has olvidado lo que alguna vez quise creer que tuvimos pero que nunca hubo.
Encuentro
El otro día se me olvidó que te había olvidado y te evoqué algo borroso en mi recuerdo, completando los huecos con detalles de otros amantes. Por eso, al cruzarnos en la calle esta mañana no te reconocí por tus ojos, sino por tu mirada.
miércoles, 1 de octubre de 2008
Cuento número 3

Julia no pretende poner perdices en su mesa.
No quiere ser despertada de su letargo con el tacto de unos labios enfundados en mallas y botas principescas.
Arrojó al fuego su caperuza roja y tiró a la basura todos los espejos. Ha renunciado a encontrar en su reflejo el perfil griego.
Tampoco se arrepiente de ser una mentirosa compulsiva siempre que su nariz no aumente de tamaño.
Y a diferencia de otras, ella no pierde el zapato en cualquier escalinata de su barrio. Algunas bragas si acaso en casas ajenas, eso sí. Pero no espera recuperarlas y menos aún que la amantis religiosa de turno pretenda comprobar si son de su talla. Ni siquiera piensa reclamar su autoría.
Aprendió, por azar y desde que llevaba trenzas, que el tiempo corre. Y a la fuerza, lo que implica abandonar la cuna y dejar de gatear. Que el que sopla y sopla hasta que sólo quedan los cimientos no siempre es peludo pero sí da miedo. Y que asusta aún más cuando le reconoces en el que te cantaba nanas como quien canta el gordo de la lotería.
Julia dejó de creer en los cuentos chinos cuando, al encender una cerilla, dejaron de iluminarse sus sueños para quedarse a oscuras.
martes, 30 de septiembre de 2008
Cuento número 4
Siempre fue un chico flaco. Enclenque. De esos con patillas en lugar de piernas. El hazmerreír del patio del colegio y blanco de las miradas cuando le llevaba al parque. No era muy alto, pero tampoco bajo. De estatura media, como suele decirse. Pero ocurre que, desde hace un tiempo, viene menguando. No sé exactamente cuándo empezó todo, pero el caso es que un día, al probarle los pantalones, me di cuenta de que los llevaba arrastrando. Y a la tercera vez que tuve que coserle los bajos de los vaqueros, decidí llevarle al médico. Nada más verle me preguntó por mi dieta. Siempre tuvo buen apetito, demasiado para su edad diría yo. Tras meses de análisis y viendo que no había ninguna anomalía en los resultados, el médico se rindió. Señora, su hijo está más sano que un manzano, eso fue lo que me dijo. No había explicación alguna para lo que le estaba sucediendo. Pero la realidad era que seguía encogiendo. Y cada vez más rápido. Y cuanto más empequeñecía más hambre tenía. Empezó a comer compulsivamente, a todas horas…no había forma de calmar su apetito y llegó un momento en que se pasaba los días enteros comiendo sin salir de casa. Hasta que un día, al despertar había mermado tanto que prácticamente no se le veía. Era casi tan pequeño como un alfiler. Lo tomé entre mis manos y lo coloqué cuidadosamente encima de la cama, pero me despisté un momento y le perdí. Empecé a buscarle como loca por todas partes. Le llamaba y le llamaba pero no había forma de encontrarle. Hasta que de repente le vi agarrado al cordón de la zapatilla. Asiéndose con fuerza intentaba trepar por mi tobillo. Movía los labios, pero no alcanzaba a oír lo que decía. Acerqué mi oído a su cuerpecito. Y me dijo entre susurros:
- Tengo hambre mamá.
- Pero no lo entiendo hijo, si te pasas los días enteros comiendo… ¿Cómo es posible?
- Porque en realidad, de lo que yo tengo hambre… es de abrazos.
- Tengo hambre mamá.
- Pero no lo entiendo hijo, si te pasas los días enteros comiendo… ¿Cómo es posible?
- Porque en realidad, de lo que yo tengo hambre… es de abrazos.
lunes, 29 de septiembre de 2008
Involución
Nunca quise envejecer.
No quiero convertirme en una de esas señoronas con moño repeinado ni llevar el pelo teñido de color rosa porque alguna principiante de peluquería quiera experimentar con mi cabeza. No quiero dejar de comer carne porque la maldita dentadura se comporte como si padeciera parkinson. No quiero tener que organizar mi entierro ni comprar tumbas pareadas. No quiero que mi libido se marchite ni que mi pelvis no pueda moverse con gracia por la osteoporosis. No quiero sentarme a esperar el infarto de miocardio. No quiero dejar de reír a carcajadas sin saber por qué ni avergonzarme por cualquier gamberrada adolescente. No quiero dejar de jugar.
Nunca quise envejecer… hasta que vi este video. Simplemente precioso.
http://www.youtube.com/watch?v=PDxMQaMqsig
No quiero convertirme en una de esas señoronas con moño repeinado ni llevar el pelo teñido de color rosa porque alguna principiante de peluquería quiera experimentar con mi cabeza. No quiero dejar de comer carne porque la maldita dentadura se comporte como si padeciera parkinson. No quiero tener que organizar mi entierro ni comprar tumbas pareadas. No quiero que mi libido se marchite ni que mi pelvis no pueda moverse con gracia por la osteoporosis. No quiero sentarme a esperar el infarto de miocardio. No quiero dejar de reír a carcajadas sin saber por qué ni avergonzarme por cualquier gamberrada adolescente. No quiero dejar de jugar.
Nunca quise envejecer… hasta que vi este video. Simplemente precioso.
http://www.youtube.com/watch?v=PDxMQaMqsig
Cuento número 5

Una tarde de verano, llamó a mi puerta una distinguida dama. En aquellos días, tenía por costumbre echar un vistazo por la mirilla antes de abrir, porque últimamente había estado rondando por mi casa un hombre con chándal azul y calcetines blancos empeñado en llevarme a su cama de palabrería inútil.
Pero allí estaba ella, elegantemente apoyada en el umbral de mi puerta. Le pregunté su nombre.
- ¿No lo adivinas? Pensé que me reconocerías.
- ¿Eres la muerte?
Salió de su boca una risita dulce de niña traviesa.
- Siempre con tus bromas…
(y yo hablando en serio)
- Soy tu felicidad. Te ha tocado el gordo.
(¡Madre mía! y yo con estos pelos…)
-Bueno y ¿qué hacemos?
- Podrías dejarme pasar.
- Sí claro… perdona.
Traía consigo un precioso aparato de bronce con un tubo que enchufó a mi ombligo nada más entrar. Supuse que el procedimiento consistiría en una especie de regresión al vientre materno, en el que el elixir mágico de la felicidad debía entrar directamente por el ombligo. El tubo haría las veces de cordón umbilical, pensé. Abrió una válvula y ahí me quedé, sentada. Siempre había imaginado que la felicidad sería sentir algo así como una absoluta paz interior. Pero siendo sincera, según iban pasando los minutos me sentía bastante incómoda con mi nuevo inquilino. El vestido me apretaba y al mirar mi barriga, vi que me estaba creciendo... Se hinchaba cada vez más. ¿Pero qué hacía esta mujer? ¿No habrá pensado que mi felicidad es tener descendencia? Intenté hablar… sentía que iba a explotar en cualquier momento. Pero de mi boca sólo salió un suspiro de sabor dulce. Lo único que estaba entrando en mi vientre era aire. ¿Sería la felicidad gaseosa?
Cuando terminó, cogió sus bártulos y se marchó. Y allí me quedé… embarazada de trillizos por lo menos. Supuse que, como cualquier materia, la felicidad también debía ocupar un espacio, así que intenté relajarme. Muy feliz muy feliz, no era… pero el estado de hinchamiento en el que me dejó hacía imposible pensar en ningún problema que me hubiera preocupado hasta entonces. Lo malo era que empezaba a tener unos gases terribles.
Y claro, que ocurrió…pues que poco a poco se me fue escapando la felicidad por el culo.
Cuento número 6

Lleva días sintiendo la lluvia golpeando su cuerpo. Mira al cielo y no es capaz de abrir el paraguas. Lleva tanto peso en los hombros que el cuello le cuelga hacia delante. Colecciona culpabilidades inventadas y arrastra responsabilidades ficticias. No lo sabe, pero se está muriendo. De no vivir… de llevar una venda en los ojos y de imaginar conspiraciones alrededor. Sueña pero no duerme. Se encoge de indiferencia dejándose llevar por la dirección del viento y así va viviendo, muerto antes de ser enterrado. Sabe que ha llegado el momento aunque no está preparado. Siente un frío penetrante en sus huesos. Han comenzado a salirle llagas en el cuerpo siempre húmedo y acaba arrancándose la piel a tiras. Debajo, las escamas se liberan; quieren salir a respirar el agua. Poco a poco, se va transformando. Le sobra aire. Le falta agua. Y allí se queda, tirado en el suelo, boqueando… luchando por sobrevivir.
Cuento número 7
De pequeña, mi madre siempre quiso que yo aprendiera a coser. Se empeñó en enseñarme, pero yo era un poco torpe y las manos me sudaban constantemente. Era incapaz de hacer que la aguja traspasara la tela y ésta se me resbalaba por entre los dedos. Así que al poco tiempo, los hilos y el dedal acabaron cubiertos de polvo en un cajón.
Ahora que soy mayorcita busco a alguien que me enseñe a coser. Pero no a remendar camisas o botones… Yo lo que quiero es zurcir un bolsillito dentro de mi boca. Justo debajo de la lengua. Tengo ahí un espacio inútil y vacío que quiero llenar con los besos densos que últimamente vengo recibiendo. Es un sitio perfecto, húmedo y de fácil acceso. Así, cuando te hayas ido, cuando esté sola, podré sacarlos para seguir besándote siempre que quiera.
Ahora que soy mayorcita busco a alguien que me enseñe a coser. Pero no a remendar camisas o botones… Yo lo que quiero es zurcir un bolsillito dentro de mi boca. Justo debajo de la lengua. Tengo ahí un espacio inútil y vacío que quiero llenar con los besos densos que últimamente vengo recibiendo. Es un sitio perfecto, húmedo y de fácil acceso. Así, cuando te hayas ido, cuando esté sola, podré sacarlos para seguir besándote siempre que quiera.
Cuento número 8
Las lecciones
Hacía ya tiempo que no tenía un sueño tan bonito. Me encontraba sentada en una silla. Reconocía la estancia. Estaba en casa de mi abuela. No como es ahora, sino tal como la recuerdo si pienso en mí de pequeña. Ella, sentada al calor del brasero, me llamaba para que me acercara a su lado. Quería hablarme de algo. Me levanté, me subí los leotardos y me arreglé la falda de cuadros rojos. Me senté a su lado.
Hija, quiero irme al extranjero y necesito que me enseñes a leer y a escribir.
Mi abuela no sabe leer, y cuando va al mercado no entiende a qué precio están las cebollas. Tiene que preguntarlo y teme que la engañen. De pequeña, me daba miedo que mi abuela se subiera a un autobús equivocado al ir a visitarme y acabara perdida en medio del campo por no saber la dirección. Sola, rodeada de una desolación amarilla repleta de espigas que se deshacen al rozarlas. El cielo nublado. Y se me aparece mi pobre abuela caminando por la tierra seca, cuarteada. Le duelen las piernas porque padece de vasculitis y las tiene llenas de varices hinchadas y de un color verdeazulado.
Por eso un día quise que aprendiera a leer. Nos sentábamos en el jardín de mi casa con papel, lápiz y mis libros de Micho y le enseñaba a mi abuela el abecedario. Pero ella se cansaba enseguida y se distraía con cada nueva letra. No fui capaz de enseñarle lo más básico.
Mi abuela sigue sin saber a qué precio están las cebollas y ahora lleva un bastón cuando viene a visitarme. Pienso que quizá hubiera sido más útil empezar las lecciones por los números. Así, por lo menos, habría entendido a cuánto está el kilo de tomates.
Hija, quiero irme al extranjero y necesito que me enseñes a leer y a escribir.
Mi abuela no sabe leer, y cuando va al mercado no entiende a qué precio están las cebollas. Tiene que preguntarlo y teme que la engañen. De pequeña, me daba miedo que mi abuela se subiera a un autobús equivocado al ir a visitarme y acabara perdida en medio del campo por no saber la dirección. Sola, rodeada de una desolación amarilla repleta de espigas que se deshacen al rozarlas. El cielo nublado. Y se me aparece mi pobre abuela caminando por la tierra seca, cuarteada. Le duelen las piernas porque padece de vasculitis y las tiene llenas de varices hinchadas y de un color verdeazulado.
Por eso un día quise que aprendiera a leer. Nos sentábamos en el jardín de mi casa con papel, lápiz y mis libros de Micho y le enseñaba a mi abuela el abecedario. Pero ella se cansaba enseguida y se distraía con cada nueva letra. No fui capaz de enseñarle lo más básico.
Mi abuela sigue sin saber a qué precio están las cebollas y ahora lleva un bastón cuando viene a visitarme. Pienso que quizá hubiera sido más útil empezar las lecciones por los números. Así, por lo menos, habría entendido a cuánto está el kilo de tomates.
La extraña
Esta mañana, al despertarme, me he buscado y no he sido capaz de encontrarme. Ni siquiera en el espejo. En mi lugar, se me ha aparecido una figura extraña poco amigable. Nos hemos mirado, largamente. Ella me observaba con ojos cansados rodeados por profundas ojeras violáceas. Con ojos apagados de día nublado. Pero lucía un traje nuevo que le sentaba realmente bien. Yo no tenía muchas ganas de hablar, pero la imagen ha empezado a hacerme preguntas, inquisidora. Quería saber cosas…cosas estúpidas. Que quién era yo, que si sabía hacia donde iba, que qué me hacía reír y por qué ya no era capaz de recordar mis sueños de infancia.. No he sabido qué contestar. Andaba demasiado ocupada en juzgarla. Y además, ¿con qué derecho me preguntaba nada sin conocerme? Si se veía perfectamente que ella estaba mucho peor que yo. Así que la miré con desprecio, la verdad sea dicha, y apagué la luz. Al rato, cuando entré al lavabo para lavarme los dientes, vi que ya se había marchado y mi reflejo se me apareció nuevamente en el espejo (Creo recordar que eso fue después de ponerme colorete y un poco de rímel).
Los traficantes de sueños

Y llegó un tiempo en que los sueños dejaron de existir. Un tiempo en que la realidad se había deformado de tal modo que las personitas andábamos soñando continuamente. Vagábamos moribundos por rutinas regidas por relojes de arena. Por polvo del desierto y aire viciado.
Llegó un tiempo en que el mundo estaba poblado de seres humanos deshumanizados. En que perdimos el rumbo y andaban las brújulas olvidadas en vertederos. Nos convertimos en reaccionarios del contacto de una mirada y el roce de la piel ajena provocaba violentos ataques de alergia. Desterramos a las ilusiones con el desprecio de la soberbia de los fuertes que han dejado de creer en la necesidad. Recorríamos las calles como cadáveres… como cadáveres porque lo único que nos diferenciaba de los muertos era que la sangre mantenía nuestros cuerpos calientes. Y al llegar la noche, los sentidos, agotados de vivir en una irrealidad constante, desfallecían en camastros hasta la próxima ración de ficción diaria.
Éramos ejércitos de ciegos que ven sin mirar. De sordos que oyen sin escuchar. Evolucionamos desafiando a la naturaleza. Y así, nuestros cuerpos se transformaron según las necesidades del momento. Dejó de crecernos ese vello que se eriza con el frío y con el tacto; con la indignación de la injusticia y la mentira. En su lugar, se formó una delgada capa oleosa que repelía las sensaciones y hacía que desapareciera de nuestra piel cualquier rastro de inmundicia bacteriana.
El criterio y la individualidad eran pisoteados con descaro por rebaños que ya no andaban, corrían. Los caminantes cayeron en desuso y se ampliaron las avenidas para que nuestros cuerpos motorizados rodaran con cierta holgura. En las escuelas ya no se estudiaba, se memorizaba; y en las calles se aprendía indiferencia y silencio.
Llegó un tiempo de ciudades perpetuas en las que la vista se perdía entre horizontes de perfiles cuadriculados. Donde nuestros cuerpos eran sombras de hollín que se movían a merced de la industria. Y condenamos a nuestro olfato al hedor del alquitrán hirviente y nuestro paladar yacía adormecido, cansado del sabor a plástico en forma de frutas exóticas.
Un mundo de risas enlatadas en el que las lágrimas dolían tanto que dejamos de llorar. En el que todos seguíamos el mismo camino de un único sentido.
Resonaban en nuestros oídos pitidos ensordecedores, que parecían salidos de millones de despertadores. Se metían en el cerebro y pitaban sin cesar. Insistían, insistían… no había modo de hacerlos callar… Hasta que de pronto… desperté.
Alargué el brazo para que aquella alarma infernal se callara y me incorporé en la cama. Estaba sudando y la cabeza me iba a estallar. Necesitaba un minuto para reflexionar sobre la pesadilla que acababa de tener, pero enseguida me di cuenta de la hora que era y llegaba tarde a trabajar. Ya pensaría después.
Salí corriendo de casa sin tiempo siquiera de tomar un café y sin dejar de mirar el reloj. La calle estaba desierta, yo era la única que circulaba por la acera, pero el tráfico era ensordecedor. Me planté los auriculares y subí el volumen del reproductor. Llegué justo a tiempo a la estación. Respiré aliviada. Perder el tren hubiera supuesto un retraso de cinco minutos en mi horario de entrada a la oficina, y no estaba bien visto. Aunque el tren estaba atestado de gente, no se oía ni un ruido. Unos miraban al suelo, otros por la ventana, pero todos permanecían en silencio. Me dirigí a una esquina intentando mantener una distancia prudencial de cualquier pasajero para evitar que nuestros cuerpos se tocaran. Cogí el periódico de la mañana: una estafa inmobiliaria de una gran multinacional, una pequeña reseña dedicada al aumento de las zonas desérticas y la radicalización de las etnias no reconocidas como ciudadanos de primer orden… nada sorprendente. Pasé el resto del día trabajando. Mintiendo a los consumidores sobre un producto nuevo que acababa de salir al mercado.
Llegué a mi casa agotada y me quedé pensando en las similitudes que había entre el sueño de la pasada noche y mi vida diaria. Pero poco a poco se me fueron cerrando los ojos. Y me dormí pensando en que este sueño ya duraba demasiado… que ya iba siendo hora de despertarse.
Amistad

El hombre desgreñado habla con su mejor amigo. Con la única persona que de verdad le entiende, que no le juzga. Charlan animadamente sentados en el banco. Comparten una lata de cerveza. Se cuentan sus penas y sus glorias, más unas que otras. El hombre desgreñado sabe que puede confiar en sus consejos. Llevan toda la vida juntos. Sólo espera ser el primero en morir. Pero, en estos días en los que la imaginación está tan mal vista, teme que su amigo imaginario se harte de permanecer escondido y le abandone a su suerte.
Sábado en Dos de mayo
Un perro hurga entre los restos de basura abandonados en el barro. Estoy sentada en la plaza. Los novios se besan con desesperación, deseando desaparecer y aterrizar en la cama. Se acarician la cara, el cuello, los brazos. Una maceta con flores amarillas a un lado y una cerveza al otro. Nunca me han regalado flores. El perro marca su territorio, tal como tú y yo hacíamos dos noches antes por los pasillos del metro. Con elegancia, con la mirada fuerte, con mi cabello revuelto. Me ves caminando con tacones imaginarios por un barrio cubierto de plata. Te veo en un lago, representando el papel de tu vida, con el rostro pintado de blanco y los ojos disfrazados de experiencia. Siendo hermosa sin saberlo, cayéndoseme la bondad por los poros. Desaparecen el alcohol y las margaritas y se acercan otros más comedidos, dulces, no tan salvajes. La mariposa desaparece tras la esquina y las moscas revolotean a mi alrededor. Les atrae el olor que desprende mi cuerpo. Y acabo rodeada de nadie. Demasiadas gafas de sol en esta ciudad y el pobre animal queriendo hacer amigos. Sintiéndome observada y queriendo enterrar mi cabeza bajo el cemento. Muestro los hombros... puede que así se alargue el verano. Me refugio de la sombra y del viento que balancea los columpios. Me meto los dedos en la boca, los introduzco hasta el fondo de la garganta, provocando el vómito de la angustia que siento de repente. Llorando amargamente la melancolía. La laringe cercenada, partido en dos el grito regurgitado.
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